Ni más ni menos que un recuerdo...

Acaso la muerte equipara las magnitudes. Al final de la vida, lo grande deviene pequeño, y lo pequeño, grande. No en balde en los registros de las viejas crónicas chinas y japonesas lo grande y lo pequeño permanecen por siempre juntos. Justo bajo esa perspectiva es que realizo a posteriori el registro de un minúsculo pedazo de mi biografía.

Febrero de 1972. Sobre las cinco de la tarde, al regresar del trabajo en las plantaciones de tabaco, en la atmósfera del campamento el “Pellejero”* se respiraba un aroma de sorpresa. Después de tomar una irrenunciable ducha fría la noticia de lo que se cocinaba nos calentó el corazón: en el comedor se encontraba ya cenando el grupo Van Van que había llegado de improviso para regalarnos un concierto. Como explicaría más tarde orgullosa la directora María Esther, todo había sido obra de la magia del director de televisión Erick Kaupp, cuyos hijos Anneliese y Erick compartían pupitres con nosotros en la escuela Calixto García del municipio Plaza de la Revolución.

La experiencia fue, al menos para mí, determinante. No había escenario, y los músicos se ubicaron al mismo nivel que nosotros en un pequeño espacio embaldosado que estaba justo delante del comedor, en la plazoleta de nuestras formaciones matutinas. El cantante, un mulato bastante alto de cabeza redondeada, cada vez que entonaba un agudo se empinaba con las piernas muy unidas sobre las puntas de los pies cual si fuera un globo tratando de liberarse de una vez de su amarre terrenal. El director sin embargo, permaneció todo el tiempo sonriendo, como absorto en el sonido de su bajo eléctrico, en un prudente segundo plano. Alguien tuvo que indicarme expresamente: “mira, ese es Juan Formell”, para que me percatara de que lo tenía apenas a unos pocos pasos delante de mí.

Los músicos parecían no cansarse de tocar y cantar, ni los muchachos de bailar y reír. Serían las diez y media de la noche, cuando el cantante, una vez más empinándose con un pequeño bamboleo sobre la punta de sus brillosos zapatos negros gritó finalmente: “¡Hay que dormir!” Nosotros, resignados, les dimos un gran aplauso de despedida. La orquesta se retiró y junto con ella, como un miembro más, Juan Formell.

Hoy me parece entender un poco mejor la impresión que me produjo aquella despedida: Él era su orquesta, su orquesta era él…

Entre la muerte de una Cuba y el nacimiento de otra, los de mi generación crecimos en un margen de brusco acortamiento de las distancias.

                                                                                                                               Gustavo Pita Céspedes
                                                                                                                   Barcelona, 2 de mayo de 2014

* Alquízar.

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Comentarios

  1. Un recuerdo muy hermoso, sin haber estado ahí, sentí nostalgia :)

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