Truman en Cuba

“Marshall, The title story is a delightful one, but I offer you this for the last story in the collection: “A Christmas Memory”. Thanks for making a new Christmas Memory with me. Love, Jude. (12/99)” 

Sin embargo, Marshall olvidó pronto su regalo, y quién sabe cómo este ejemplar dedicado de Breakfast at Tiffany’s and Three Stories vino a parar casi diez años después a la biblioteca del edificio donde vivo –que se ha convertido en los últimos tiempos en una de mis fuentes favoritas donde voy buscando saciar mi sed de “clásicos ligeros” que, por una u otra razón, nunca llegué a leer hasta ahora. Allí lo encontré –porque si buscas con empeño entre todos los títulos insulsos, tétricos, tremendistas o románticos que se alinean en sus estantes, algo bueno hallarás de seguro- y, aunque tuvo que esperar su turno en la fila de pendientes a leer, al fin y para mi infinito deleite, cayó entre mis manos. 

Nunca había leído antes nada de Truman Capote, ni siquiera tenía referencias de qué tan bien o mal había escrito, pero recordaba que bajo ese mismo título (Breakfast…) existe una película de 1961 –que aun no he visto- protagonizada por Audrey Hepburn. Y esto sí era para mí una excelente carta de recomendación. No soy crítica de cine, por lo tanto no puedo opinar profesionalmente sobre la actuación de Audrey, pero lo cierto es que lo que he visto de ella siempre me ha parecido muy refrescante, y su perenne elegancia no dejó nunca de cautivarme. “Si puedo imaginar a Audrey actuando bajo los parlamentos del personaje de este libro, de seguro lo voy a disfrutar”. 

Y no me sentí decepcionada en lo más mínimo. Audrey revoloteó incansablemente para mí por entre las páginas mientras me duró la lectura de esta novela corta –mas corta de lo que hubiera deseado-, en la que ni una palabra estaba fuera de lugar… Y no siendo, afortunadamente, el único texto dentro de este ejemplar, retomé un viejo “mal-hábito” de mi infancia –que llevó a mi padre, mi proveedor oficial de libros, a comprarme cada vez ediciones más y más gruesas en un intento de que lograran demorarme un poco más en su lectura antes de que me levantara del asiento y reclamara un nuevo texto para devorar- y me senté, con una taza de té delante (de niña solía comerme todo un paquete de galletitas dulces), a leer sin detenerme apenas ni un instante hasta que hube terminado el libro. 

Guiada por la tierna dedicatoria de Jude, me sentí tentada a leer a continuación la última historia del libro, pero decidí que sería mejor no saltarme nada, ir paso por paso, porque en definitiva intuía que no encontraría allí nada que pudiera desencantarme. Sin embargo, a medida que avanzaba en las páginas de House of Flowers comencé a sentirme ligeramente molesta y sorprendida. No es que estuviese mal escrito el cuento, al contrario, es que logró meterme tan a fondo en el ambiente que cuando mi esposo me preguntó qué tal el cuento, mi respuesta fue: “Truman debió haber conocido alguna vez el campo cubano”. 

La pequeñísima referencia en Breakfast… a la Cuba pre-revolucionaria, como un lugar de divertimento ideal para pasar un fin de semana de vacaciones, se había convertido para mi sorpresa en el propio trasfondo de este nuevo cuento. La pobre Ottilie de Port-au-Prince oscilaba en mi imaginación entre lo que pudo haber sido Haití y mis propios recuerdos del campo de mi país. Su vida en un bohío, con una suegra brujera que gustaba de ponerle cabezas de gatos entre sus pertenencias más queridas a modo de hechizos, conviviendo con aparecidos y con un marido machista que la dejaba sola en casa por días enteros –a quien conoció además en una pelea de gallos-, podía haber transcurrido perfectamente cerca de la villa de Puerto Príncipe, uno de los primeros asentamientos españoles en Cuba (¡y luego se aparece García-Márquez con su “realismo mágico”!) 

Llegué al final del cuento solo por la magistralidad de sus líneas. No fueron buenos recuerdos los evocados entonces, no era lo mejor de mi nación lo que veía allí reflejado pero estaba muy bien matizado por la ingenuidad de la protagonista que, en contraste con la Holly-Audrey vestida por Givenchy, se ponía sus únicos zapatitos de raso como muestra de la alegría que hacia bailar su alma enamorada. 

La siguiente historia, A Diamond Guitar, llegó al colmo de las evocaciones: el personaje secundario que logra desestabilizar la bien montada rutina de un viejo condenado a pasar el resto de sus días en prisión era nada más y nada menos que un mentiroso, calculador y soñador emigrante ¡cubano! “Esto ya pasa de castaño oscuro”-rescaté el viejo dicho de mi madre, y me metí en Internet para averiguar algo de este Truman, cuyo apellido “Capote” ya me resultaba sospechoso. 

Pero lo que encontré -aquel rostro perturbado, su lista de éxitos y escándalos constantes, su historia de depresiones y muerte por sobredosis- no me hablaba en lo absoluto de la vitalidad de sus palabras ni de la cuidadosa exquisitez de su estilo. Otra falsa creencia que se rompe en pedazos para mí, que siempre había pensado que un espíritu tan desorientado nunca podría dar buenos frutos. El misterio de la cubanidad de sus textos quedó, por el contrario, despejado. Su padrastro, de quien toma el apellido y a cuyo lado seguramente paso varios años, era mi coterráneo. 

En el último cuento, A Christmas Memory, no había ni un soplo de cubanía. Los personajes eran arquetipos, la vieja pobre y el niño huérfano, pensados expresamente para mover la sensibilidad del lector, y Truman los usa a conciencia, presentándote sus facetas más gastadas, las mismas que Hollywood explota en cada producción. Lo supe en cuanto comencé a leerlo, pero ya estaba yo misma tan dolida –tantos altibajos y cambios bruscos dejan, sin falta, sus huellas- que me dejé llevar por los predecibles pasajes de la historia y no pude evitar llorar a mares por todo lo que se me había removido dentro.
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Volví entonces a las fotos del autor en Internet: Truman perturbado, Truman bailando con Marilyn, Truman con un habano en la mano, Truman afeminado, Truman sarcástico, Truman abanicándose al lado de una lámpara –quizás de Tiffany… Pero ahora me fijé un poco más y en sus ojos pude ver por fin al autor de este libro que ahora yace en mi mesa, sin que aun haya decidido si lo devuelvo o no a su estante…

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