Aprender de los errores.

Una vez dijo William Somerset Maugham que "adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida", y la considero una frase cierta desde la primera hasta la última letra, sin dudas, sobre todo ese "casi" incluido como por casualidad. Porque no puede uno pasarse las 24 horas leyendo, ni aunque quisiera, y no hacemos más que despegar los ojos del libro y ya están las miserias haciéndose sentir: el crucero que encalla, los futbolistas violentos, la crisis que no cede, la así-llamada-escritora que se enoja porque la lean, las leyes que quieren vedarnos el acceso al conocimiento... ¡hasta hablan de que el chocolate corre el riesgo de desaparecer! ¿Saben qué es lo peor, incluso peor que la desaparición del chocolate? Que todo lo que he mencionado, y mucho más, es debido a "errores humanos".
Sin comentarios. 

Hoy he venido en realidad para compartirles un fragmento un poco largo pero excelente de mi nueva lectura, "Soy un gato" de Natsume Soseki (un Premio Nobel bien ganado), donde al menos el gato sabe aprender de sus errores:

Y allí estaba la sopa con el mochi, el pastelito de arroz, como yo recordaba, pegado al fondo del cuenco, y con el mismo color que tenía por la mañana. Debo advertir que nunca antes había probado estos pastelillos. Me gustó su buen aspecto, pero sentí una sombra de duda. Con la pata delantera arañe los vegetales adheridos al pastel. Las uñas, al tocar su parte exterior, se me pusieron todas pegajosas. Las olfateé y reconocí ese olor característico del arroz cuando se ha pegado al fondo de la olla y se cambia a otro recipiente. Mire a mi alrededor y pensé: «¿Debo comérmelo o no debo?». Por suerte o por desgracia, no había nadie alrededor. Osan, la criada, jugaba al bádminton. Tenía la misma cara agriada que el año pasado. El Año Nuevo no parecía haber tenido efecto en ella. Las niñas, en su cuarto, cantaban algo sobre un conejo. Si tenía que comerme esa especialidad del primer día del año, ése era el momento. Si perdía la oportunidad tendría que esperar todo un año completo para conocer el sabor del mochi. En ese momento, a pesar de ser un simple gato, vislumbré una verdad resplandeciente: las oportunidades de oro impulsan a los animales a hacer cosas que en circunstancias normales no harían ni atados.A decir verdad, yo no quería comerme el pastel. De hecho, cuanto más  miraba aquella cosa pegajosa y fría en el fondo del cuenco, más nervioso me ponía y más inclinado me sentía a rechazarlo. Si Osan hubiera abierto en ese momento la puerta de la cocina, si hubiera  escuchado los pasos de las niñas acercándose, habría abandonado el cuenco sin dudarlo. Y no sólo eso. Habría eliminado todo tipo de pensamiento sobre el mochi durante lo que quedaba del año. Pero nadie vino. Seguí dudando un rato. Y por allí seguía sin aparecer ni un alma. Sentí como si alguien estuviera forzándome, susurrando a mi oído: «Cómetelo. ¡Deprisa!» Miré dentro del cuenco y recé para que viniera alguien. Después de todo, la voz dentro de mi cabeza me repetía sin parar que tenía que comérmelo. Al final, dejando caer todo el peso de mi cuerpo sobre el fondo del cuenco, mordí no más de un trocito de la esquina del mochi.
La mayor parte de las cosas que muerdo de un modo tan decidido como yo lo hice en esa ocasión entran directas mi gaznate. Pero aquí me llevé una sorpresa. Una vez la densa pasta entró en mi boca, me di cuenta de que, por mucho que intentara abrir la mandíbula, ésta no se movía. Probé a liberarla con todas mis fuerzas, pero nada. Mis dientes estaban pegados. Me di cuenta demasiado tarde de que el mochi es en realidad un alimento del demonio. Imaginaos a un hombre que ha caído en una ciénaga e intenta escapar. Cuanto más apretaba las mandíbulas para sacar las piernas, más profundamente se
hundirá en ella. Pues bien. A mí me pasaba exactamente lo mismo. Cuanto más apretaba las mandíbulas más peso sentía en la boca y más se me inmovilizaban los dientes. Podía sentir su resistencia, pero eso era todo. Simplemente no podía disponer de ellos. Meitei, el amigo esteta del maestro, le describió en una ocasión como una persona indivisible, y debo decir que se trataba de una expresión de lo más ajustada. Este pastel, como mi maestro, era prácticamente indivisible. Me parecía que por mucho que intentara morderlo no obtendría ningún resultado. El proceso podía continuar así, eternamente. Era como dividir diez entre tres. Estaba en mitad de esta angustia cuando de repente me vi iluminado por una segunda verdad: que todos los animales son capaces de decidir por instinto lo que es bueno o malo para ellos.
Aunque ahora había descubierto dos grandes verdades, me sentía bastante infeliz por causa de ese pastel de arroz adhesivo. Mis dientes se estaban pegando irremediablemente a la masa, y todo el proceso se iba volviendo cada vez más doloroso. A menos que pudiese completar el mordisco y salir de allí pitando, Osan volvería y me pillaría con las manos en la masa. Parecía que las niñas habían dejado de cantar y seguro que pronto entrarían en la cocina. En un ataque de angustia, di unos cuantos latigazos con la cola sin resultado alguno. Estiré las orejas y las encogí, pero sin ningún efecto. Empecé a pensar que ni la cola ni las orejas tenían nada que ver con todo el asunto. Como me había entregado a una guerra de desgaste a base de levantar orejas y dejar caer orejas, al final abandoné esta táctica. Hasta que se me ocurrió que lo mejor que podía hacer era forzar al mochi hacia abajo usando mis patas delanteras. En primer lugar levanté la mano derecha y me la acerqué a la boca como pude. Como es natural, este simple movimiento no sirvió en absoluto para mejorar la situación. En segundo lugar, alcé la mano izquierda y la comencé a girar en círculos. Pero estos inútiles giros y piruetas fracasaron en su intento de exorcizar al demonio del mochi. Me di cuenta de que si quería lograr algo era imprescindible que actuara con paciencia, así que rasqué el aire alternativamente con la mano derecha e izquierda, pero los dientes siguieron igual de pegados al pastel. Cada vez más impaciente,
comencé a mover ambas patas simultáneamente, como si fuera un molinillo. Fue entonces, y sólo entonces, cuando me di cuenta, para mi sorpresa, de que podía sostenerme con las patas traseras. De alguna manera dejé de sentirme un miembro de la especie gatuna. Pero gato o no, continué arañando como un loco toda mi cara con frenética determinación, hasta lograr que el demonio del mochi fuera expulsado definitivamente. Como el movimiento de las patas traseras era bastante vigoroso, me di cuenta de que ponía en riesgo mi equilibrio y corría el peligro de caerme estrepitosamente. Para mantenerme en pie comencé a marcar el paso con las patas. Empecé a dar brincos por toda la cocina. Me sentí orgulloso de ser capaz de mantener tan diestramente esa compleja posición erecta. Fue entonces cuando la tercera verdad se reveló ante mis ojos: en condiciones de peligro excepcional, uno puede actuar de modo inesperado, y sobrepasar con creces el estándar de sus logros. Este es el verdadero significado de la Providencia.
Sostenido por esa Providencia, seguía yo luchando por mi apreciada vida contra ese demonio que habitaba en el mochi, cuando de pronto escuché unos pasos. Alguien se acercaba. Pensando que sería fatal que me encontrasen en ese trance, redoblé mis esfuerzos y eché a correr alrededor de la cocina. Los pasos cada vez se acercaban más. Oh, Dios mío, empecé a sospechar que la Providencia no duraría para siempre. Eran las niñas. En cuanto me descubrieron se echaron a gritar:
—¡Mirad! ¡El gato se ha comido el mochi y ahora está bailando!
La primera en escuchar el aviso fue Osan. Dejó de lado el bádminton y voló hasta la puerta de la cocina.
—¡Santo Cielo!
Después entró la señora, vestida con un kimono de seda. Me miró con condescendencia y se limitó a apuntar:
—¡Por Dios, que gato más imbécil!
Y el maestro, violentamente expulsado de su estudio a causa del escándalo señaló:
—¡Será idiota!
Pero las que encontraron más graciosa la situación fueron las niñas. Así que después de un rato la casa entera se carcajeaba de mí sin piedad. Era irritante, era doloroso, pero también me era imposible dejar de bailar. ¡Maldición! Al poco, las risas empezaron a calmarse. Pero entonces la encantadora niña de cinco años me señaló con el dedo y dijo:
—¡Qué gato más cómico!
Y toda la familia se empezó a reír de nuevo. Vaya, que se partieron de risa a mi costa. He  oído que los seres humanos eran despiadados, pero nunca hasta entonces había encontrado su conducta tan absolutamente detestable. De la Providencia, mientras tanto, no había ni rastro, y yo había vuelto a mi postura habitual sobre las cuatro patas. Estaba al borde de la desesperación y, por causa del mareo, creo que mi semblante era un tanto ridículo. El maestro debió de pensar no era el momento de dejarme morir ante de sus ojos. Sería una verdadera lástima. Así que le dijo a Osan:
—Anda, sácale el mochi de la boca...
Osan miró a la señora como diciendo: «¿Y por qué no le dejamos que siga con el bailecito?». A la señora le hubiera encantado verme seguir con el minuet. Pero como tampoco quería verme bailar hasta la extenuación o la muerte, no dijo nada. El maestro se volvió enfadado hacia la criada y le ordenó:
—Date prisa o morirá.
Osan, casi sin ganas y con una mirada torva en sus ojos, como si la hubieran despertado de golpe de un sueño particularmente dulce, me metió los dedos en la boca y me arrancó el mochi. No tengo una dentadura tan débil como la de Kangetsu, pero en ese momento pensé que, en la operación, la criada se llevaría por delante mis muelas. El dolor fue indescriptible. Entended que yo tenía mis pobres dientes empotrados en el pastel, y que Osan lo arrancó de un tirón. Es imposible expresar con palabras la agonía que sentí. En ese momento me alcanzó la Iluminación y se me reveló una cuarta verdad: que todos los placeres están íntimamente emparentados con el dolor. Cuando por fin pude recobrarme, me giré y comprobé como todo había vuelto a la normalidad. El maestro y su familia habían vuelto a sus quehaceres.


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