Por los caminos de Anne.

A pesar de haber terminado el libro hace unos días, he tardado en sacarme de la cabeza todas las aventuras de Anne o sus interminables parrafadas. Sigo metida en su mundo, sonriendo a ratos por el recuerdo de algún que otro pasaje que me vuelve a la memoria, como si se tratara de un recuerdo propio…
Por eso, decidí buscar en Internet algo sobre ella y encontré mucho más de lo que esperaba. Por supuesto, sus historias ya han sido llevadas al cine y a la TV en varias ocasiones –la serie televisiva la pueden encontrar integra en You Tube-, y es motivo casi de culto entre las angloparlantes que tuvieron la grandísima suerte de tener sus libros como lectura básica desde la adolescencia.
La historia de Anne se desarrolla en Avonlea, un pueblo perdido en los terrenos de la isla del Príncipe Edward, en Canadá. Y hasta allá me llegue yo, gracias a la magia de Internet, llena de curiosidad por ver aquellos parajes que tan bien son descritos en estas paginas. Allí están y siguen siendo tan idílicos como eran seguramente a principios del siglo XX cuando Anne daba sus primeros pasos en ellos, deslumbrada por la portentosa naturaleza que lograba dejarla sin palabras, que llegaba a retar los limites de su imaginación.
Pero, aunque me hubiera conformado con ver las verdes colinas, el Lago de las Aguas Centelleantes, la Vereda de los Amantes o el Blanco Camino de las Delicias, había mas –muchas mas- imágenes con que regalar mi vista y mi alma, cautivada ya por ese paraíso. Green Gables, la legendaria casa en la que Marilla logro orientar por buen camino a la huérfana Anne, aun se yergue en el campo rodeada por su blanca cerquita de madera, exhibiendo sus bien cuidadas macetas llenas de flores junto al porche. Es mas, pude entrar incluso a la cocina en la que Anne aprendió que un pastel no puede lograrse si no le ponemos harina, y –por si fuera poco- pude pasearme por la habitación que albergo sus sueños, tal y como era cuando ella la usaba: con un empapelado de pequeñas flores, cortinitas en la ventana, la cama de fierro y el tocador pasado de moda…
Ya estaba yo casi respirando el perfume de los manzanos en flor que tanto gustaban a mi heroína, cuando de pronto detuve en seco todas mis ensoñaciones para preguntarme en que momento esta niña dejo de ser un personaje ficticio –evidentemente no solo en mi imaginación. ¿Cómo afirmar que Anne no es real si comparto sus recuerdos, si he visto su casa, sus cosas? La frontera entre lo real y lo imaginario, si es que aun existe, se ha vuelto demasiado débil frente a mis ojos. (Para mi tranquilidad, comparto una locura colectiva: hay miles de personas que van hasta aquel lugar que ahora es un museo, con el mismo espíritu con que se visita la casa natal de algún poeta o pintor famoso.)

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